sábado, 26 de diciembre de 2009

Suspenso


Una tenue luz y naranja se aprecia desde la ventana del Petit Château; a través de ella el panorama de una habitación amplia.
Una fogata consume gruesos maderos dentro de la chimenea grande y antigua. La noche se cierra sobre los terrenos y una luna llena le resta protagonismo a las estrellas.
Varios muebles pueblan el lugar, algunos muy viejos, otros recientes; el estilo es homogéneo.
Un hombre sentado en su sillón que luce cómodo y mullido. La mano derecha se cierne sobre un vaso de whiskey, la izquierda sostiene un habano de Cuba. Ambos vicios se transforman en los placeres de quien los degusta.
Detrás del sillón, una mesa larga y varias sillas en la penumbra. La luz no es suficiente para iluminar tamaño espacio, el contexto es el ideal.
Coronando la boca del hogar, un escudo de armas se impone. Dos leones empuñan sendos mazos, entre ellos, una cruz roja le da el toque distintivo.
Pinturas de distintas épocas cuelgan en las paredes. Tantas, que la habitación sola no puede contenerlas, y algunas se pierden en los pasillos linderos.
A pasos de la mesa, dándole un límite divisor a la habitación, un arco de piedra, carente de puertas. En el centro y apenas notable, el mismo escudo, tallado. Ya al nivel del suelo, a ambos flancos, dos armaduras protegen la entrada; su edad es indescifrable, se podría suponer que pertenecen a los albores de la Edad Media.
Hay un imponente reloj a un lado de la chimenea, con perfección suiza marca las doce de la noche. El hombre, que se hallaba hundido en distintos pensamientos, extrae un reloj del bolsillo y lo compara. Lo corrige y devuelve a su lugar.
Los ruidos pertenecientes a la nocturnidad entran por la ventana. Pisadas o corridas de zorros, pájaros sombríos cantan con tono lúgubre y el viento soplando.
Ninguno parece molestar al hombre, ni distraerlo. Continúa su estado de indiferencia y tal vez de ingenuidad.
Un teléfono suena a la distancia; desganado se levanta a atenderlo. No se mantiene una charla demasiado larga; al rato retorna y se sienta en el sillón, una vez más.
El reloj marca el comienzo de la madrugada y, con ello, el vaso se repone con whiskey.
Bibliotecas repletas de libros esperan ansiosos que elija a alguno. No parece dispuesto a hacerlo. Prefiere quedarse donde está. Hace tiempo ha elegido ese camino, agotado por un existencialismo, tal vez pesimista, bañado de una realidad imposible e inevitable.
La cercanía a la muerte no parece amedrentarlo ni alertarlo. Algunas veces es difícil distinguirla, pero él comprende que aquella finitud se acerca.
El reloj vuelve a sonar, han pasado dos horas. Tiene ganas de irse a dormir pero el vicio lo detiene llenando el vaso nuevamente.
El silencio logra un ruido progresivo e intenso. Ya no se escucha el salvajismo de la naturaleza.
El tic-tac se torna insoportable.
Está cerca de levantarse, la vista comienza a decaer.
El tic-tac continúa aumentando, pero encierra una trampa; el ruido penetrante camufla otro tic-tac. Otro reloj debajo del sillón.



"Imagínese a un hombre sentado en el sofá favorito de su casa. Debajo tiene una bomba a punto de estallar. Él lo ignora, pero el público lo sabe. Eso es el suspenso" Alfred Hitchcock.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Dialéctica interior


- Mi mente está en blanco…

- ¿Qué?

- Que mi mente está en blanco, no tengo idea alguna sobre qué escribir.

- Bueno. Eso no es problema, nadie dice que debas escribir ahora. Dejalo para otro momento y listo.

- No, bueno…, no es tan así, necesito escribir algo, aunque sea un par de líneas. Pero no se me ocurre nada.

- ¿Estás seguro? Pensá en algo que te sea familiar.

- ¿Como qué?

- No sé. ¿No sos profesor de literatura acaso? Se supone que en estos cuarenta años algo debés haber leído.

- ¿Me estás pidiendo que me inspire en algo ya escrito?

- Si, por lo menos para empezar.

- Eso es plagio, no me gusta plagiar textos.

- Tu primera novela se trató precisamente de eso.

- Mi primera novela fue una obra exquisita desde cualquier ojo crítico.

- Claro, El Señor de los Anillos no te ayudó.

- No, bueno… Es diferente. Nunca plagié el libro, digamos que la idea general me ayudó para poder escribir.

- Me parece recordar que la mayoría de los personajes no eran, justamente, sólo una idea general como estás diciendo.

- Claro que sí. No me ningunees.

- No te ninguneo, digo que si ya lo hiciste una vez, no veo por qué no lo podes volver a hacer.

- Pero no. No quiero hacer eso. Necesito crear algo diferente.

- ¿Hace mucho que no lees?

- ¿Y qué tiene que ver eso precisamente ahora?

- Un escritor, primero debe ser un lector instruido.

- Y dale con el ninguneo. ¿Me tengo que parar para que veas el título otra vez? O si querés te muestro el Doctorado que hice en Oxford.

- Jajajajaja. Claro y todo eso te sirve para lo que NO estás escribiendo ahora. A mí no. Esas excusas dejáselas a los zoquetes que enseñás.

- Que el nivel de este año sea muy inferior al de los años anteriores no los engloba en la categoría de zoquetes.

- Vamos… ¿Cómo se titulaba ese ensayo que leímos la semana pasada? Decía algo sobre Rusia…

- Era sobre La Guerra y la Paz.

- Jajajajajajaja; sí, cierto, ahora me acuerdo. Bueno, ahí tenés un claro ejemplo de por qué entran en esa categoría.

- Me parece que te equivocás, pero no quiero mantener un debate a esta hora, es demasiado tarde.

- Bueno, pero vos empezaste… no sabías sobre qué escribir y me diste conversación.

- Ya se, ya se. Sólo quería hablar un poco. Esperaba que tal vez me dieras alguna idea.

- Ahhh… la magia del subconsciente, ¿no? Creo que ya te di bastantes ideas en el pasado y desde que empezaste terapia dejaste de consultarme. ¿Ésta es la forma de hacer las paces?

- No. Además nunca estuvimos peleados. Que haya empezado terapia no significa que tenga que pelearme con vos, se trata de todo lo contrario.

- Está bien, está bien. Te estaba jodiendo.

- Mmmm… Mejor me tomo la segunda pastilla. Veo que la primera no hizo mucho efecto.

- Linda forma de terminar la conversación. Pero bueno, ya estoy acostumbrado. Ahora a dormir.

sábado, 5 de diciembre de 2009

El Canal


Algunas personas creen que la casualidad no existe, es que se manifiesta la causalidad.

Veamos que conclusión arriban luego del siguiente evento.

Ocurrió hace tres años, en la ciudad de Buenos Aires y la comunidad quedó alterada por varias semanas. Sucedió en el 20, uno de los pocos canales de aire que sobrevivían, a los monopolios. Trabajaba allí el renombrado conductor Carlos Andrada. Desempeñaba una labor fantástica y había sido muy premiado por el espectáculo.

La cuestión es que Carlos estaba con el ánimo por el suelo. Casi un mes atrás su mujer y sus hijos lo habían abandonado por cuestiones todavía desconocidas. Comentaban que ella se había cansado de tantas infidelidades, pero a los rumores hay que darles el beneficio de la duda. A este problema se le sumaba otro: la renovación de su contrato; tuvo que resignar un cuarenta por ciento del sueldo para continuar el año siguiente.

Tal vez el lector crea que estos contratiempos no son nada del otro mundo, sin embargo bastaron para desencadenar algo impensado.

Como decía, Carlos andaba bastante mal. Fue por eso que en la última semana desarrolló un impulso autodestructivo: llegó varias veces ebrio al canal. Las autoridades decidieron suspenderlo por unos días y “sugirieron” que consultara a un terapeuta. La conducción del programa quedó en manos de uno de sus panelistas; hizo lo que pudo, sin embargo las mediciones de audiencia sufrieron una notable baja.

El gerente de programación estaba en un verdadero dilema, necesitaba rescatar a Carlos lo antes posible y no seguir perdiendo frente a la competencia. Los directivos, en una actitud poco simpática, le dieron un ultimátum: Si Carlos no se recuperaba para el siguiente lunes, anularían su contrato y el del resto.

Ocurrió el milagro. El conductor se presentó ese día. Se lo veía bien. Aparentemente las sesiones lo ayudaron. Sobrio, bañado y con muy buen humor comenzó el ya clásico programa vespertino.

La multitud lo amaba. En la primera hora del programa las mediciones marcaron un nuevo record. Los mismos directivos aparecieron en las instalaciones para felicitarlo. Durante una pausa estrecharon manos y le prometieron que si seguía con semejante desempeño, anularían la renovación proponiendo otra con el aumento que solicitaba.

Carlos volvió junto a sus compañeros y ocultó la oferta. Les dijo que era el último programa y deberían comenzar a buscar trabajo. Algunos entendieron la broma y se rieron, otros quedaron deprimidos.

El show finalizaba a las seis de la tarde. A las seis menos cinco la policía y los bomberos fueron alertados por una llamada anónima: parte de los estudios del canal 20 quedó destrozada por una explosión.

En un primer momento los diarios hablaron de un atentado terrorista. La empresa era manejada por extranjeros y se supuso que el grupo más radical del partido nacionalista conservador, había actuado.

Los peritos estudiaron la escena hasta comprobar que el artefacto detonado por Mariano Steinberg, uno de los colaboradores del programa, hizo explotar la bomba que traía el conductor. Le había ganado de mano.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Robin Hood


El capitán Charles Sigfried del submarino atómico “Robin Hood” se encontraba en su puesto de mando. Hacía horas que no emitía palabra y tenía la mirada perdida en el vacío. En reiteradas oportunidades su segundo intentó entablar conversación con él y fracasó.

“Robin Hood” era la última expresión de vanguardia en la ingeniería militar del Imperio Británico. Durante cinco años innumerables hombres ayudaron en el proyecto. Catalogado por la prensa como el más ambicioso y costoso de los últimos cincuenta años. Sin embargo, el esfuerzo realizado por la Corona le sirvió para recuperar la hegemonía de los mares.

A diferencia del “Tifón” ruso, el submarino británico acumulaba su ventaja en la pequeñez del esqueleto. Una aleación de distintos metales, donde el oro se llevaba la mayor parte, lo protegía contra las presiones más extremas del planeta. Era impulsado por la energía de dos mini reactores, diseñados por la Escuela de Edimburgo. Ambos, sumados al sistema de climatización residual, desplegaban una capacidad de navegación continua de dos años.

La prueba de fuego para el prototipo se llevó a cabo en la Falla de Las Marianas; donde la profundidad supera los once kilómetros, el submarino soportó varias atmósferas y rompió el record de permanencia prolongada a tanta distancia de la superficie. La Corona y el gobierno estaban extasiados, un logro semejante les permitía desplazar a los norteamericanos e instalarse una vez más en el primer escalafón.

Durante un par de décadas se especuló con que la hegemonía del Atlántico Norte perdería a manos de las potencias del Pacífico, sobre todo por el crecimiento imparable que había mantenido el gobierno chino en los últimos años. El Departamento de Estado había llegado a considerar una guerra intercontinental, para detener las pretensiones agresivas de la República Popular. Pese a la postura contestataria, un sorpresivo cambio de mando en la Corona llevó al nuevo Rey a reformular distintas posturas que el viejo Imperio desarrolló con los años. Ante la nueva actitud de la Madre Patria, los Estados Unidos se relajaron y marcharon detrás.

La guerra no se hizo esperar, a diferencia de tiempos anteriores donde el conflicto se desplegó sobre el continente europeo, la batalla termonuclear se presentó en la escena. Las hostilidades tampoco duraron demasiado; a decir verdad, en sólo un mes las potencias anglosajonas derrotaron a la amenaza.

Una vez finalizados los conflictos, deliberaciones y demás elementos burocráticos, los británicos, con “Robin Hood” a la cabeza, se adentraron en la exploración del suelo marino en busca de recursos naturales.

El 26 de abril, en medio del Océano Atlántico, la computadora central del submarino despertó bruscamente al Capitán Sigfried:

- Señor, he detectado una fluctuación en los niveles del suelo.

- A ver, H.E.N.R.Y, pásame los números que hayas elaborado.

Charles se desperezó mientras recibía el informe. Una vez finalizado, la terminal procedió a mostrarle imágenes capturadas por la cámara de la nave.

- Con razón H.E.N.R.Y, números tan erráticos tenían que significar solo eso.

- ¿Qué quiere decir, señor?

- Hemos encontrado una ciudad cubierta hace tiempo por los niveles del agua…

sábado, 21 de noviembre de 2009

Jornada laboral


El despertador sonó marcando las seis de la mañana. Arthur abrió los ojos, observó el techo color canela unos instantes y se levantó. Tomó una ducha rápida, se vistió, desayunó a penas un café, cogió el maletín preparado el día anterior y salió del departamento a paso redoblado.
Una mañana gélida, la nieve cubría por completo las calles y todo lo dormido sobre ella. Arthur se detuvo un segundo en la puerta del edificio, levantó el cuello de la giacca negra, encendió un cigarrillo y continuó camino, repasando de forma metódica el plan a cumplir en la jornada. El reloj pulsera marcaba las nueve y veinte, apuró el paso.
Llegó a la oficina sin sobresaltos, selló la tarjeta de ingreso y se dirigió al cubículo negro. Acomodó cuidadosamente el maletín arriba del escritorio, el sobretodo en el respaldo de la silla y fue hacia la máquina de bebidas por otra dosis de cafeína líquida. Uno a tras otro saludó a sus compañeros, intercambió algunas palabras vagas mientras ingería la infusión y retornó al espacio cotidiano.
A las doce del mediodía se levantó por primera vez; la silla resultaba demasiado agradable como para separarse de ella, pero el estómago había rugido la última media hora y decidió silenciarlo con algo de comida. Subió al bufete en el último piso; congratuló atentamente a quien atendía, pidió un sándwich de carne y, una gaseosa, y se acercó a las ventanas para que la luz del sol lo calentara.
A las tres fue a beber el tercer y último café del día. Esperando que la máquina llenara el vasito de plástico, una compañera se acercó. Vestía una seductora minifalda negra, medias a tono, zapatos de taco alto y camisa blanca. Dialogaron un rato; la invitó a tomar algo en la noche, ella aceptó y quedaron en comunicarse. Volvió al escritorio riendo por lo bajo, tratando de disimular su buen humor.
La alarma del reloj pulsera sonó a las cinco en punto, todavía faltaban treinta minutos para que finalizara la jornada laboral. Abrió en forma cuidadosa el maletín y programó el reloj de su interior para las cinco y veintinueve. No le quedaba mucho tiempo, tomó la giacca y el maletín y fue hacia a la salida. En el camino se topó con su jefe, apoyó el maletín en el suelo y le estrechó la mano; conversaron unos segundos, mientras se colocaba el sobretodo. Apuró la marcha para alcanzar el ascensor y abandonó la oficina.
Se detuvo unos segundos en la vereda cubierta de nieve y encendió un cigarrillo; era el segundo de la fecha y el cerebro se relamía sabiendo que faltaba un tercero. Levantó el cuello negro y emprendió el camino de regreso al hogar. Paró frente al semáforo esperando el verde; miró el reloj pulsera: restaban treinta segundos. Cruzó por la senda peatonal y un estruendo se escuchó detrás de él.
Los transeúntes quedaron paralizados. La explosión destrozó el frente del edificio; gigantescas llamas brotaban del tercer piso y un humo negro contaminaba el ambiente. Arthur pasó inadvertido entre la multitud; sus labios se curvaron en una sonrisa.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El banco


La sede del Persik Bank de la ciudad de Manchester no era un edificio común. El dueño de la corporación había mandado llamar al artista plástico más exitoso del momento, para que diseñara la estructura exterior. Resaltaba por sobre la monotonía de las casas típicas del lugar y los complejos industriales.

Era un día como cualquier otro, el otoño ya se había instalado trayendo consigo nubes y chubascos; la mañana, a pesar de los fríos anteriores, llegó con una temperatura agradable. Las diez, marcaba el comienzo de la jornada y las puertas de cristal se abrieron dando paso a la multitud. Nada fuera de lo cotidiano.

La crisis económica internacional no pudo hundir la institución; la junta directiva se movió con habilidad y los negocios gozaban de una salud superlativa.

Ludwig Von Persi era un magnate poco común, a los diecinueve años heredó una pequeña fortuna, apenas superior a los diez millones de libras, pero su perspectiva vanguardista y su actitud ganadora lo convirtieron en uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta; podría decirse que era el Rey Midas del nuevo milenio.

Alrededor de las once y media, paró en la puerta el contingente ejecutivo transportados por diez autos de alta gama. Al ingresar, todos giraron sus cabezas hacia la entrada ante semejante aparición. Con el joven Ludwig a la cabeza, vistiendo un traje de seda italiana, se dirigieron hacia el ascensor privado. Comentaban entre los empleados que una fusión empresarial estaría gestándose; aparentemente incorporarían a un desafortunado banco noruego, aunque no esperaban tal compra para estos días. El lunes pasado había marcado otro día negro para los negocios en Wall street y, junto a la norteamericana, la bolsa de Londres también retrocedió varios puntos.

El asombro todavía sacudía a empleados y clientes, a pesar de que el ascensor ya había retornado de los pisos superiores.

Ninguno prestaba atención, pero al día aún le restaba otra sorpresa por entregar.

Un hombre flacucho y desgarbado entró a eso de la una de la tarde. No vestía mal, tampoco era un modelo de pasarela. Zapatillas comunes, unos jeans gastados cubrían la parte baja y una amplia camisa blanca fuera de los pantalones. Se detuvo a unos pasos de la puerta, observando el contexto en el que se hallaba. Uno de los recepcionistas estuvo a punto de ofrecerle ayuda, pero el hombre se dirigió hacia las cajas. Con agilidad innata sacó una pistola de los jeans y disparó dos veces, lesionando a los guardias que se encontraban a unos quince metros. No tuvo necesidad de gritar; el resto de la gente, salvo un par de cajeros, se arrojó al suelo; y quedaron tendidos. A menos de un metro de las ventanillas, le tiró una bolsa de material sintético pero resistente a uno de los cajeros, y para que no quedaran dudas, le destrozó la cabeza de un balazo al compañero de la derecha. El muchacho comenzó a llenarla con fajos, a la vez que el maleante vigilaba al resto, y se la devolvió. El hombre la tomó y huyó corriendo de forma cuasi velocista.

Tardaron minutos en comprender qué pasó; algunos clientes se levantaron, otros siguieron en el suelo y unos pocos se desmayaron.

La alarma silenciosa había sido activada luego del primer disparo, pero el delincuente no le dio tiempo a la policía.

No hubo forma de rastrearlo, aunque se esforzaron todas las unidades. Tampoco existía manera de identificarlo mediante las cámaras de seguridad: cerca de las puertas, tirada en la vereda, una máscara, muerta de risa.

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